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Fuente: Versión parcial de Theodor Adorno, "El artista como
lugarteniente", en Crítica cultural y Sociedad, Colección Grandes
pensadores, ed. Sarpe, Madrid, pp. 205-219 (trad. Manuel Sacristán)
La recepción de Paul Valéry en Alemania, que no se
ha conseguido plenamente todavía, plantea dificultades especiales porque
su pretensión y reivindicación se basan ante todo en la obra lírica.
Apenas será necesario perder palabras para justificar la afirmación de
que la lírica no puede ni con mucho trasponerse a una lengua extranjera
como la prosa; y aún menos la poesía pura del discípulo Mallarmé,
despiadadamente cerrada y adensada contra toda comunicación con un
lector predeterminado. Con razón ha dicho precisamente George que la
tarea de traductor de lírica no consiste en absoluto en introducirle en
la propia lengua un autor extranjero, sino en levantarle en ella un
monumento como formula Benjamin el mismo pensamiento, en ampliar e
intensificar la propia lengua mediante la irrupción de la obra poética
extranjera en ella. A pesar de ello, sin embargo, hoy día es imposible
imaginar el material histórico de la literatura alemana sin Baudelaire,
no obstante, o acaso gracias a la intransigencia de su gran traductor.
Nada semejante a propósito de Valéry; ya Mallarmé, por lo demás
permaneció esencialmente cerrado para Alemania. Y si la selección de
versos de Valéry que intentó Rilke no ha conseguido nada de lo logrado
por la gran obra traductora de George o también acaso por la traducción
de Swinburne por Borchardt, la razón de ello no es sola la ruda
hostilidad del objeto.
(...) como es sabido, la obra de Valéry no consta
sola de lírica, sino también de prosa, prosa de naturaleza
verdaderamente cristalina y que se mueve provocativamente por el
estrecho filo entre la conformación artística y la reflexión sobre el
arte. Hay en Francia jueces muy competentes. Gide entre ellos, que
conceden a esta parte de la obra de Valéry mayor peso que a la otra. En
Alemania no ha sido apenas conocida tampoco ella, hasta hoy, si se
exceptúa a Monsieur Teste y Eupalinos. Y si en esta ocasión me propongo
hablar de uno de sus libros de prosa no es sólo por conseguir un poco de
resonancia, que no necesita mendigar, para el célebre nombre de un
autor prácticamente desconocido en Alemania, sino también y sobre todo
por atacar con la fuerza real que alienta su obra la rígida antítesis
entre arte comprometido o engangé y arte puro. Esta antítesis es un
síntoma de la peligrosa tendencia a la estereotipia, el pensamiento en
fórmulas rígidas y esquemáticas, que hoy produce en todas partes la
industria de la cultura y que ha penetrado también hace tiempo en el
ámbito de la consideración estética. La producción amenaza con
polarizarse en los estériles administradores de los valores eternos por
una parte y los poetas de la desgracia por otra, de los cuales, por
cierto, llega a no saberse a veces si no les resultan muy agradables los
campos de concentración mismo, como lugares de encuentro con la nada.
Quería mostrar aquí el histórico y social contenido que alienta
precisamente en la obra de Valéry y le evita todo precipitado e
incorrecto paso a la práctica; querría poner de manifiesto que la
insistencia que se concentra en la inmanencia formal de la obra de arte
no tiene necesariamente que ver con el elogio de ideas imprescindibles,
pero ya dañadas, y que en un arte tal y en el pensamiento que se
alimentó de él y le equivale puede manifestarse un saber de las
transformaciones que apuntan ansiosa y premeditadamente a las
transformaciones del mundo, que llegan con ello casi a perder el peso
mismo del mundo que se trata de transformar.
El libro al que me refiero...es Tanz, Zeichnung und
Degas. (Danza, dibujo y Degas,)...Envidia produce la capacidad que
tiene Valéry de formular juguetonamente, sin peso, las experiencias más
sutiles y difíciles, según el programa que él mismo se pone al principio
del libro sobre Degas: "Al modo como un lector algo distraído pasea el
lápiz por los márgenes del libro y esboza, por su distracción y por el
humor del lápiz, figurillas o arabescos indefinidos junto al texto
impreso, así me propongo escribir lo que sigue, según ocurrencia y
capricho, al margen de este par de estudios de Edgar Degas. Adjunto a
esas figuras un poco de texto que no es necesario leer, o que, al menos,
no tiene por que ser leído de un tirón, y que no tiene, por lo demás,
sino una laxa conexión con esos dibujos, o aun más que no está en
ninguna relación directa con ellos".
(... ) No considero tarea mía hablar de Degas ni
tampoco me siento a la altura de una tal tarea. Los pensamientos de
Valéry a los que sí quiero en cambio referirme rebasan todos el tema del
pintor impresionista. Pero sin pensamientos conseguidos gracias a esa
proximidad al sujeto artístico de que sólo es capaz aquel que produce él
mismo con responsabilidad extrema. La comprensión grande del arte se
debe o bien, en absoluta distancia a la consecuencia del concepto, no
perturbado por lo que suele llamarse de arte - y tal es el caso de Kant o
de Hegel-, o bien, en absoluta proximidad, a la actitud de aquel que se
encuentra él mismo entre bastidores, no es público, sino que
"co-realiza" la obra de arte bajo el aspecto del hacer, de la técnica.
El entendido en arte, el hombre que penetra en él por Einfuhlung, el
hombre de gusto, está por lo menos hoy, y probablemente siempre, en
peligro de errar las obras de arte por rebajarlas a proyecciones de su
accidentalidad, en vez de someterse a su disciplina objetiva. Valéry
ofrece el caso casi único del segundo tipo, de aquel que sabe de la otra
de parte por métier, por el preciso proceso de trabajo, pero en el cual
al mismo tiempo ese proceso refleja tan felizmente que se transmuta en
comprensión teórica, en aquella buena generalidad que no pierde lo
singular, sino que lo conserva en sí y lo lleva a presencia vinculatoria
gracias al propio movimiento. Valéry no filosofa sobre arte sino que
rompe y penetra la ceguera del artefacto a través de una nueva
consumación, como cerrada, de la formación artística misma. Así expresa
algo de la obligación que pesa hoy sobre toda filosofía consciente de sí
misma, la obligación que, en el polo opuesto, el concepto especulativo,
que fue alcanzada en Alemania por Hegel hace ciento cuarenta años. El
principio de l'art pour l'art, exacerbado hasta la consecuencia extrema,
se trasciende con Valéry a sí mismo, según la frase de las
Wahlverwandtschaften para lo cual todo lo que es en su especie perfecto
alude a más allá de su especie. La consumación del proceso espiritual
rigurosamente inmanente a la obra de arte misma significa al mismo
tiempo superación de la ceguera y la parcialidad de la obra de arte. No
es casual que el el pensamiento de Valéry haya girado repetidamente en
torno de Leonardo da Vinci, en el cual se pone sin mediación, al
principio de la época, precisamente aquella identidad que al final de
ella, y a través de cien mediaciones, encuentra en Valéry su mas
significativa autoconciencia. La paradoja por la cual se ordena la obra
entera de Valéry, y que se anuncia también constantemente en el libro
sobre Degas, es precisamente que con toda manifestación artística y en
todo conocimiento de la ciencia lo mentado es el hombre entero y el todo
de la humanidad, pero que esa intención no puede realizarse si no es
mediante una división del trabajo olvidada de su misma y exacerbada
hasta el sacrificio de la individualidad, hasta la entrega y pérdida del
hombre individual en cada caso.
No soy el que arbitrariamente introduzco por
interpretación estos pensamientos en Valéry. "Lo que llamo 'arte grande'
es, en una palabra, el arte que reclama despóticamente para sí todas
las capacidades de un hombre, y cuyas obras son tales que todas las
capacidades de otro hombre tiene que sentirse llamadas y tienen que
ponerse a contribución para poder entenderlas..." Y esto también se
exige del artista mismo como una oscura mirada de reojo
histórico-filosófica, y acaso precisamente recordando a Leonardo: "Más
de uno se preguntará aquí qué importa eso. Yo por mi parte creo que es
lo suficientemente importante que la producción de la obra de arte
intervenga el hombre entero. Pero, ¿cómo es posible que lo que hoy se
cree sin más correcto descuidar se tomara en otro tiempo como tan
importante? Un aficionado, un entendido de la época de Julio II o de
Luis XIV se asombraría mucho si supiera que casi todo lo que a él le
pareciera esencial en la pintura hoy no sólo se descuida, sino que
resulta del todo irrelevante para las intenciones del pintor, y para las
exigencias del público. Aún más; cuanto más refinado es ese público,
tanto mas ha progresado, lo que quiere decir: tanto más lejos está de
aquellos anteriores ideales. Pero de lo que así se va alejando es del
hombre entero. El hombre pleno se extingue". Dejemos de lado el si la
expresión 'hombre pleno', que suscita penosas asociaciones, ofrece
traducción adecuada de lo mentado por Valéry; en todo caso, la expresión
apunta al hombre indiviso, a aquel hombre cuyos modos de reacción y
cuyas capacidades no han sido disociadas ellas mismas según el esquema
de la división social del trabajo, enajenadas las unas de las otras,
cuajadas en funciones utilizables.
Pero Degas, cuya insatisfactibilidad en materia de
exigencia consigo mismo desemboca, según Valéry, en esa idea del arte,
no se presenta, a pesar de ello, en las páginas del poeta como genio
universal, según es sabido, en la plástica, sino que también escribió
sonetos que dieron lugar a curiosas controversias con Mallarmé. Valéry
dice de él:"El trabajo, el dibujo, se convirtieron para él en pasión, en
rigurosos ejercicio, en objeto de una mística y de una ética
autosuficientes, en suprema intención que suprimía en resolución toda
obra, en impulso para tareas precisas y nunca resuelta que le liberaban
de cualquier otra curiosidad. Era especialista y quería serlo en un
ámbito que puede exacerbarse hacia una cierta universalidad". Esta
exacerbación de la especialización hasta la universalidad, la desmedida
intensificación de la producción según la división del trabajo, contiene
según Valéry el potencial de una contraofensiva posible contra aquella
decadencias de las fuerzas humanas -en el reciente lenguaje de
psicologia se diría: contra aquella debilitación del yo- por la que se
interesa la especulación de Valéry. Este reproduce una manifestación de
Degas cuando tenía diecisiete años: "Hay que tener una opinión alta no
tanto de aquello que se está haciendo por el momento, sino más bien de
lo que un día se habrá por hacer; sin esto no vale la pena trabajar".
Valéry lo interpreta así: "De este modo habla el orgullo auténtico,
contraveneno de toda vanidad. Del mismo modo que el jugador medita
febrilmente sobre sus partidas, se ve acosado de noche por el fantasma
del tablero de ajedrez o de la mesa de juego, en la que caen las cartas,
por combinaciones tácticas y soluciones tan apasionantes como nulas,
así también el artista que lo es esencialmente. Un hombre que no sea
acosado constantemente por una presencia tan violentamente consumadora
es un hombre sin destino: tierra en barbecho. El amor, sin duda, y la
ambición, lo mismo que la codicia, exigen mucho espacio en una vida
humana. Pero la presencia de un fin seguro y la certeza, con él ligada,
de que esa meta se encuentra cerca o lejos, alcanzada o no alcanzada,
ponen determinados límites a esas pasiones. En cambio, el deseo de crear
algo, de lo que nazca un poder o una perfección mayores de lo que
nosotros mismos esperamos de nosotros aleja infinitamente al objeto en
cuestión, que se escapa y se niega en todo momento terreno. Cualquier
progreso por nuestra parte lo aleja tanto como lo embellece. La idea de
dominar un día completamente la técnica de un arte, la idea de
encontrarse alguna vez en situación de disponer de sus medios tan sin
esfuerzo como se dispone del uso normal de los sentidos y de los
miembros, es uno de esos deseos a los cuales ciertos hombres tienen que
reaccionar con una tenacidad infinita, con esfuerzos, ejercicios y
tormentos infinitos". Y Valéry resume la paradoja de la especialización
universal: "Flaubert, Mallarmé, cada uno en su campo y a su modo, son
ejemplos literarios de la plena consunción de una vida al servicio de la
exigencia imaginarias y omnicomprensiva que pusieron en el arte de
escribir".
Me será permitido recordar mi afirmación que
atribuye al sospechoso artista y esteta Valéry más profunda comprensión
de la esencia social del arte que a la doctrina de la aplicación
práctico-política inmediata del mismo. Esa afirmación está ahora
robustecida. Pues la teoría de la obra de arte comprometida o engagée
tal como hoy circula por todas partes, se coloca por encima- sin verlo-
del hecho, ineliminables en la sociedad del trueque, de la extrañación
entre los hombres así como entre el espíritu objetivo y la sociedad que
él expresa y juzga. Esa teoría pretende que el arte hable directamente a
los hombre, como si en un punto de universal mediación fuera posible
realizar inmediatamente lo inmediato. Con ello precisamente degrada
palabra y forma a nivel de meros medios, a elementos del contexto de
influencia, a manipulación psicológica, y mina la coherencia y la lógica
de la obra de arte, la cual no puede ya desarrollarse según la ley de
la propia verdad, sino que tiene que seguir la línea de mínima
resistencia de los consumidores. Valéry es actual, y es precisamente lo
contrario de ese esteta en que lo ha convertido el vulgar prejuicio,
pues contraponen al espíritu corto y pragmático la exigencia de la cosa
inhumana, y ello por amor de lo humano. Y que la división del trabajo no
puede eliminarse por su mera negación, que el frío del mundo
racionalizado no puede eliminarse por irracionalidad decretada, esto es
una verdad social demostrada del modo más palpable por el fascismo. Sólo
por un más, por un suplemento, de razón, no por un menos, pueden sanar
las heridas inferidas por el instrumento razón al todo "no racional" de
la humanidad.
Y en todo esto Valéry no ha asumido ingenuamente la
posición de artista solitario y alienado, no ha hecho abstracción de la
historia, no se ha hecho ilusiones acerca del proceso social que
terminó en esa alienación. Contra los arrendatarios de la intimidad
privada, contra la astucia que tantas veces ha probado su función de
mercado al hacer el pregón de aquel que, con toda pureza, no mira ni a
derecha ni a izquierda, cita Valéry una hermosa frase de Degas: "Este es
uno más de esos eremitas que saben a qué hora sale el próximo tren",
Con toda dureza, sin el menor añadido ideológico, con una
desconsideración que no sería capaz de conseguir ningún teórico de la
sociedad, Valéry proclama la contradicción del trabajo artístico como
tal con las condiciones sociales de la producción material hoy
dominantes. Como Karl August Jochmann más de cien años antes en
Alemania, Valéry acusa al arte de arcaísmo: "A veces se me ocurre la
idea de que el trabajo del artista sea un trabajo de naturaleza arcaica;
y el artista mismo algo sobrepasado; un individuo perteneciente a una
clase agonizante de trabajadores o artesanos que realiza trabajo a
domicilio según métodos y experiencias muy personales, que vive en
familiar confusión con sus instrumentos, sin tener ojos para lo que le
rodea, sin ver más que lo que quiere ver, que pone al servicio de sus
fines ollas rotas, trastos caseros y otras cosas, mas superfluas en
sí... ¿Cambiará alguna vez esa situación? ¿Se verá un día, en lugar de
ese extraño ser que utiliza instrumentos tan dependientes de la
casualidad, un caballero cuidadosamente vestido de blanco, con guantes
de goma, en un laboratorio de pintura, trabajando según horario
estricto, disponiendo de aparatos rigurosamente especializados y de
selectos instrumentos, con cada cosa en su sitio, con precisa aplicación
para cada útil?...Por el momento, ciertamente, la casualidad no ha sido
aún eliminada de nuestro hacer, del mismo modo que no lo ha sido el
misterio en la técnica, ni la borrachera por los horarios fijos; pero no
garantizo nada al respecto". Seguramente podría describirse la utopía
irónica de Valéry como el intento de mantenerse fiel a la obra de arte y
liberarla al mismo tiempo, por la modificación del procedimiento, de la
mentira que hoy parece afectar a todo arte, y especialmente a la
lírica, que se mueve bajo las dominantes condiciones tecnológicas. El
artista debe transformarse en instrumento, hacerse incluso cosa, si no
quiere sucumbir a la maldición del anacronismo en medio de un mundo
cosificado. Valéry resume el proceso en una frase: "El artista destaca y
se retira, se inclina unas veces hacia ese lado, otras hacia el otro,
lanza miradas, se comporta como si su cuerpo entero no fuera más que
instrumento auxiliar de sus ojos, y como si él mismo no fuera, desde la
coronilla hasta los pies, más que instrumento al servicio del enmarcar,
puntear, rayar, precisar". Con esto empieza Valéry su ataque a esa
noción infinitamente difusa de la esencia de la obra de arte que, según
el modelo de la propiedad privada, le atribuye a aquel que lo ha
conseguido. Mejor que cualquier otro sabe Valéry que el artista no
"pertenece" sino lo mínimo de sus formaciones; que en verdad el proceso
artístico de producción, y con ello también el despliegue de la verdad
contenida en la obra de arte, tiene la rigurosa forma de una legalidad
impuesta por la cosa, y que frente a eso la cantada libertad creadora
del artista no tiene apenas peso. En esto coincide Valéry con otro
artista de su generación, tan consecuente como él, tan incómodo como él -
Arnold Schonberg-, que todavía en su último libro, Style and Idea,
expone que la gran música consiste en la satisfacción de "obligations",
obligaciones que el compositor contrae por así decirlo con la primera
nota que escribe. Con el mismo espíritu dice Valéry: "En todos los
terrenos el hombre verdaderamente fuerte es el que mejor comprende que
no se le regala nada, que todo tiene que hacerse, comprarse; el hombre
que tiembla cuando no nota resistencias; el que se las pone a sí
mismo... En este hombre la forma es una decisión fundada". En la
estética de Valéry impera una metafísica de lo burgués. Al final de la
época burguesa Valéry quiere limpiar al arte de la tradicional maldición
de su insinceridad, hacerlo honesto. Espera de él que pague sus deudas,
las deudas en que cae inevitablemente toda obra de arte al ponerse como
real sin ser real. Está permitido dudar de que la concepción de la obra
de arte propia de Valéry y de Schonberg, trazada según el modelo del
acto mercantil de trueque, obedezca a la entera verdad, o si no está más
bien sometida aquella constitución de la existencia , no colaborar con
la cual exige, a pesar de ello, la concepción de Valéry. Pero a pesar de
todo hay un elemento liberador en la autoconciencia que finalmente el
arte burgués logra de sí mismo como burgués en cuanto se toma en serio
como la realidad que no es. Lo cerrado de la obra de arte, la necesidad
de su propio sello, tiene que sanarla de la accidentalidad por la cual
se encuentra a remolque de la constricción y del peso de lo real. La
afinidad de la filosofía del arte de Valéry con la ciencia, y también su
afinidad electiva con Leonardo, debe buscarse en el momento de la
obligación objetiva, no en un desdibujarse de los límites de ambos
ámbitos.
Su subrayar técnica y racionalidad frente a la mera
intuición que se trata de integrar; su destacar el proceso diferente a
la obra ya lista para siempre: todo eso no puede entenderse del todo
sino sobre la base del trasfondo del juicio de Valéry acerca de las
amplias tendencias de desarrollo del arte más reciente. En este arte
percibe Valéry una retirada de las fuerzas constructivas, una entrega a
la receptividad sensible -en una palabra y en verdad, la debilitación de
las fuerzas humanas, del objeto total al que Valéry refiere todo arte.
Las palabras que, como en despedida, dedica a la poesía y a la pintura
de la obra impresionista podrán acaso entenderse en Alemania del mejor
modo si se aplican a Richard Wagner y Strauss, cuya ficha, por así
decirlo, trazan involuntariamente. "Una descripción se compone de frases
que, en general, pueden intercambiarse unas por otras; puedo describir
una habitación por medio de una serie de frases cuya sucesión es más o
menos irrelevante. La mirada vaga como quiere. Nada es más natural ni
más cercano a la ¡verdad que ese libre vagar, pues...la verdad es lo
dado por la casualidad...Pero si esa aproximación sin vinculación, junto
con la costumbre de ligereza que de ella resulta, empieza a predominar
en las obras, es posible que acabe por llevar al escritor a renunciar a
toda abstracción, del mismo modo que ahorrará al lector todo deber, por
mínimo que sea, de atención para hacerlo exclusivamente repetido por
efectos momentáneos, por la convincente violencia del shock...Este modo
de creación artística, sin duda defendible en principio y al que debemos
tantas cosas hermosas, lleva de todos modos, igual que el abuso hecho
del paisaje, a una debilitación de la espiritualidad del arte". Y casi a
continuación y aún más radicalmente: "El arte moderno busca casi
exclusivamente la explotación de la faz sensible de nuestra capacidad
receptiva, a costa de la sensibilidad general o anímica, a costa de
nuestras fuerzas constructivas, así como de nuestra capacidad de sumar
intervalos de tiempo para realizar transformaciones con la ayuda del
espíritu. Es un arte que sabe muy bien suscitar atención y que aplica
todos los medios para conseguirla: tensiones exacerbadas, contrastes,
enigmas, sorpresas. A veces consigue botines preciosos, gracias a sus
sutiles procedimientos o a la audacia de la ejecución: situaciones muy
complicadas o muy fugaces, valores irracionales, sensaciones en germen,
resonancias, concordancias, premoniciones de incierta profundidad...pero
todas estas conquistas tiene que pagarse".
Aquí se descubre por fin completamente el contenido
en verdad social de Valéry. Valéry pone la antípoda a las
modificaciones antropológicas ocurridas bajo la cultura de masas de la
era industrial tardía, dominada por regímenes totalitarios o trust
gigantescos, y que reduce a los hombres a mero aparatos de recepción, a
puntos referenciales de conditioned reflexes y prepara así la situación
de ciego dominio y nueva barbarie. El arte que él muestra a los hombres,
tal como éstos son, significa fidelidad a la imagen posible del hombre.
La obra de arte que exige lo sumo, tanto de la propia lógica y de la
propia concordancia cuanto de la concentración del que la recibe, es
para Valéry símbolo del sujeto dueño y consciente de sí mismo, de aquel
que no capitula. No casualmente cita con entusiasmo una declaración de
Degas contra la resignación. Su obra entera es toda ella una protesta
contra la mortal tentación de hacerse las cosas fáciles renunciando a la
felicidad total y a la verdad entera. Mejor perecer en lo imposible. El
arte densamente organizado, articulado sin lagunas y sensualizado
precisamente por su fuerza de conciencia, ese arte que busca Valéry, es
apenas realizable. Pero ese arte encarna la resistencia contra la
presión indecible que el mero ente ejerce sobre lo humano. Ese arte está
en representación de aquello que podríamos ser. No atontarse, no
dejarse engañar, no colaborar: tales son los modos de compartamiento
social que se decantan en la obra de Valéry, la obra que se niega a
jugar el juego del falso humanismo, del acuerdo social con la
degradación del hombre. Construir obras de arte significa para él
negarse al opio en el que se ha convertido el gran arte de los sentidos
desde Wagner, Baudelaire y Manet; defenderse de la humillación que hace
de las obras, medios y de los consumidores víctimas del tratamiento
psicotécnico.
Se trata del derecho social del Valéry etiquetado
como esotérico, se trata de aquello con lo cual su obra afecta a cada
cual, incluso y precisamente porque desprecia repetir las palabras de
nadie. Pero estoy esperando ahora una objeción y no querría tomarla
ligera y despectivamente. Puede preguntarse en efecto si la obra y en la
filosofía de Valéry, después de lo que ha pasado desde entonces y en
vista de lo que aún amenaza, no está desmedidamente sobrestimado el
arte; si no pertenece por eso mismo y a pesar de lo demás a ese siglo
XIX cuya estética limitación percibí tan claramente. Puede preguntarse
además si, a pesar del giro objetivo que da a la interpretación de la
obra de arte, Valéry no concede una metafísica del artista, a la manera,
por ejemplo, de Nietzsche. No me atreveré a decidir si Valéry, o
Nietzsche también, han sobreestimado el arte. Pero sí que, para
terminar, querría decir algo acerca de la cuestión de la metafísica del
artista. El sujeto estético de Valéry- trátese de él, de Leonardo, o de
Degas -no es sujeto en el primitivo sentido del artista que se expresa.
Toda la concepción de Valéry se resuelve contra esa noción, contra la
entronización del genio, tal como ésta arraiga, profundamente, en la
estética alemana sobre todo desde Kant y Schelling. Lo que Valéry exige
al artista, la autolimitación técnica, el sometimiento a la cosa, no
tiende a la limitación, sino a la ampliación. El artista portador de la
obra de arte no es el individuo que en cada caso la produce, sino que
por su trabajo, por su pasividad actividad, el artista se hace
lugarteniente del sujeto social y total. Sometiéndose a la necesidad de
la obra de arte, el artista elimina de esto todo lo que pudiera deberse
pura y simplemente a la accidentalidad de su individuación. En tal
lugartenencia del sujeto social total, de ese hombre entero y sin
dividir al que apela la idea de lo bello de Valéry, queda pensada
también una situación que extirpe el destino de la ciega soledad
individual, una situación en la que finalmente el sujeto total se
realice socialmente. El arte que llega a sí mismo en la consecuencia de
la concepción de Valéry rebasaría el arte y se consumaría en la vida
recta de los hombres.
Fuente: Versión parcial de
Theodor Adorno, "El artista como lugarteniente", en Crítica cultural y
Sociedad, Colección Grandes pensadores, ed. Sarpe, Madrid, pp. 205-219
(trad. Manuel Sacristán).
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